Consanguíneo y precursor del surrealismo, con su alud de imágenes oníricas, simbólicas y deliberadamente incomprensibles, el movimiento Dadá ha dejado huella en toda expresión estética conocida. Y la belleza, por supuesto, es una de ellas: gozamos de verdaderos fetiches, sueños lúbricos de coleccionista, con la impronta del dadaísmo.
No diga algo con sentido, algo perfectamente racional fruto de adocenadas, mustias reflexiones. Diga DADÁ, esa palabra que conjura el azar, la ruptura con los códigos, lo anticanónico y experimental, la pura ilógica.
El movimiento dadaísta nació en los albores del siglo XX, en el periodo de entreguerras que hizo del desencanto el motor de artistas, escritores y poetas deseosos de espontaneidad. Del fuego insomne de la imaginación.
Como todavía hacemos las personas hoy cuando queremos conspirar –por fortuna, ninguna red social es capaz de reproducir la efervescente atmósfera ’diabólica’ de los cenáculos nocturnos-, el movimiento vio la luz en un tugurio: el Cabaret Voltaire en Zürich. Seguramente, el antro mejor calefactado a esa latitud de Suiza y el más perversamente atractivo. Lo imagino la mar de bullicioso, con la gente andando sobre las manos, escribiendo en las paredes y cosificando objetos banales como lo más de lo más del arte ‘contemporáneo’.
Al fin y al cabo, qué hay de más cuerdo que derrocar anquilosados parámetros artísticos para crear algo completamente nuevo. Sólo mentes muy aterrizadas podían haber gestado algo así.
No diga orden, digas caos. No diga sí, diga no. No suspire por la eternidad, atrape el momento. No se encarcele: libérese. Y sobre todo, ¡no se obceque con costumbres tan rancias como terminar las