Hace unos días, y en una fuente respetable, saltaba la noticia: Georgia May Jagger –la hijísima más hijísima- podría ser la próxima imagen de Angel de Thierry Mugler.
Consciente de que nada resulta más excitante que la espera, la firma aún no se ha pronunciado sobre esta sucesión a la embajada, que ya ocupara a finales de los 90 Jerry Hall –la bella mamá modelo-.
Una se imagina la casa de los Jagger llena de arañas decimonónicas, muebles de madera robusta cubiertos por porcelana, alfombras persas, arte abstracto comprado en galería y felinos salvajes paseando a sus anchas. Y la prohibición tajante de escuchar a los Rolling sopena de recibir un cucharazo de palo.
Una pintoresca semblanza mezcla de know how británico tradicional y sutil extravagancia de estrella. Todo muy apabullante visto desde fuera y ‘muy nomal’ cuando has nacido en la dinastía. Y, claro, no exento del costumbrista folklore materno, con la madre despeinada y en boatiné dando consejos a la hija ante unos cereales de la rana. Y tómate ya el zumo, Georgia May, que se van las vitaminas.
La cachorra, nobleza obliga, siempre reserva en las entrevistas unas cariñosas palabras para sus portentosos padres. También hemos visto muchas producciones de moda junto a Hall comparando, es inevitable, belleza y porte.
Aceptamos y comprendemos el interés periodístico, pero sabremos que el polluelo vuela con sus alas cuando olvidemos a sus satánicas paternidades y nos centremos únicamente en sus méritos. ¿Será posible, con ese código genético?
Ni muy alta, ni excesivamente delgada o curvilínea, esgrime su carismático rostro como su mayor virtud en la industria. Se ha hablado mucho del diastema que la sitúa en el interesante paisaje de la modelo imperfecta. Pero yo pienso que, más allá de accidentes geográficos, el arma atemporal es su mirada inquietante y profunda de recién levantada tras una noche de excesos –o de recién descubierta en ellos-, recompuesta en el acto sin ver la necesidad de disculparse. Porque esta chica tiene eso, que es increíblemente joven pero expresa el aplomo inusitado de quien está, *suspiro*, muy familiarizada con las vanidades del mundo.
Como un ángel caído
en continua ascensión.