Iconos de moda fuera de lugar, descontextualizados, que viajan desde otra dimensión. La edad de la inocencia y el arte del pastiche. Es curioso el devenir de algunos símbolos más o menos ideologizados y cómo se funcionalizan, pasando a formar parte de la Cultura Asumida y Domesticada y perdiendo la seña de identidad que los alumbró.
Con ello no sólo muta el paisaje social hacia una incógnita de intenciones – ¡y con la elocuencia que esperamos tengan nuestros trapos!- sino también los porqués profundos, la búsqueda que condujo hasta ese icono concreto que ahora se presenta descastado, sin protesta y sin linaje, huérfano de padre conocido.
Hijo de todo y de nada a la vez, quien lo lleva hoy ha olvidado el compromiso del símbolo para volver a ese estadio infantil en el que uno se apropia de lo que le gusta sin alejar la vista más allá. Consumidores viviendo la nueva edad de la inocencia, del capricho y de la moda entendida como voraz caníbal de cultura.
¿Intuyen cierto lamento entre estas líneas? Pues sí: es el sentimiento de pérdida. Si la cultura integra y pervierte la ideología de un icono, éste no hace más que reforzarla en lugar de alzarle la voz.
El que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive al día, pontificó Goethe en uno de sus frecuentes momentos de lucidez allá por el siglo XVIII.
Veamos, con la familiaridad que nos une, algunos de esos iconos de las tendencias nuestras de cada día. Dediquemos, ya que nos metemos en harina, un segundito de reconocimiento al sustrato con sabor.
Los ojos como escaparate especular que refleja a otro. Y como captores. Uno de los iconos más potentes del surrealismo, presente en muchísimas obras de los años de eclosión y auge.
El ojo como observador y como puerta hacia otra dimensión. Un símbolo perdido en el albor de la humanidad que despertaba a la complejidad del mundo –mejor dejamos tranquilos a los Illuminati–.
Ni Buñuel ni Dalí quisieron explicarlo. Amantes de la abstracción del lenguaje onírico y del ‘interpréteselo usted’ (que es como decir ‘hágalo suyo’), abominarían de un discurso psicológico que persiguiera las razones últimas. Y no es cuestión de faltar a los muertos.
Hoy reinterpretado en gozosa clave pop, se puede rastrear en piezas de moda y joyería la mar de ponibles.
Podría haber elegido otro ejemplo, pero ya que estamos en pleno revival Cobain gracias al estreno de Montage of Heck, me doy el gusto de enarbolar un mito que además encaja perfectamente con el espíritu del roto.
Todo un corte de mangas a la seriedad, el fordismo, los empleos nine-to-five y los intereses bancarios. Un simbólico coladero de mugre del que emerge una nueva esperanza -o quizá el nihilismo de quien nada espera-. Y ahora, que alguien nos explique la diferencia entre esto, Pepe Jeans y romperse los pantalones en casa a la hora de la merienda. Eso sí, seguro que a Kurt también se los quiso coser su abuela.
Uno de esos escasos símbolos que se asocian a la derecha –para qué negarlo, la izquierda goza de un semillero de tendencias mucho más fértil-: la taxidermia.
Evoquen las cazas del zorro de la alta sociedad británica, los cotos privados de jerifaltes y capitostes, el caciquismo del patrón, la demostración del estatus quo en salones profusamente decorados con cabezas de animal. En resumen: piensen en uno de los pasatiempos de la clase alta. Y ahora, en la frivolización de la moda. La cabeza de ciervo ha sido, es y será, uno de los iconos más popularizados en todo el mundo, sobre todo en forma de taxidermia ecofriendly -con materiales reciclables- de hogar de hipster, individuo poco sospechoso en principio de identificarse con los valores de la caza.
Tan fotogénica y bonita, moral; taxidermia de manos blancas.
Negro para los palestinos, rojo para los jordanos. De colores de fantasía para la suripanta y el pelafustán que no saben ni dónde queda Palestina y que creen que Cisjordania es una marca de inodoros. Como para pedir que estén al tanto de los conflictos que dieron lugar al significado político de la prenda. Me imagino a Arafat rabiando en el féretro ante las y los occidentales que se arrebujan en su emblema de la anti-modernidad occidental. No se sostiene más que siendo un dandi del cinismo acicalado. O de la ignorancia supina.
Claro que viste tanto ciertas aspiraciones: en mi panda de adolescente, no puedo tirar ni la última piedra, lo llevábamos todos.
Cómo sonaba aquello de la música del demonio. Parecía que los jóvenes fueran a enloquecer hasta los límites humanos, a robar, matar y secuestrar hijas de embajadores enfundados en su reluciente chupa de cuero. La seducción del mal es lo que tiene, que es muy difícil sustraerse a sus mimbres. Vean si no cómo engancha a la consorte de Felipe I y a la experta en moda Paula Echevarría.
Vírgenes entre lo ardoroso y lo doliente. Grandes corazones sangrantes, estigmas, cruces, espinas, prístinos rayos de luz que atraviesan el cuerpo del converso. No se puede negar que es un imaginario sumamente atractivo para ser contemplado. ¿La fascinación por los iconos cristianos equivale a devoción? Me atrevo a decir que más bien a una segunda lectura irónica y ante todo, estética. Atentos a los modelos de Dolce & Gabbana. Ellos son divinos.